martes, 5 de octubre de 2010

EL MAGO DE OZ

http://www.imaginaria.com.ar/?p=6104

Iniciamos la publicación de El Mago de Oz, de L. Frank Baum, con las ilustraciones de su primera edición, de William Wallace Denslow, y traducción de Marcial Souto. La entrega será de dos capítulos por edición de Imaginaria. Esperamos que todos disfruten de este clásico tanto como los niños. Incluimos una presentación por Marcela Carranza.


Cartel publicitario de El maravilloso Mago de Oz dibujado por William Wallace Denslow
Presentación
por Marcela Carranza

Publicado por primera vez en 1900, El Mago de Oz cumplió 110 años de existencia. Como sucede con muchos clásicos, lo que una gran mayoría de la gente conoce no es el texto escrito por su autor sino sus adaptaciones, especialmente las cinematográficas. Y no se trata aquí de rechazar este tipo de adaptaciones, el mismo Frank Baum se ocupó de fomentarlas y llevarlas a cabo, sino de dar cuenta de una situación. Si decimos “Pinocho” o “La Sirenita”, una amplia mayoría de adultos y de niños piensa en el simpático niño regordete o en la jovencita de rojiza cabellera de Walt Disney, o en el libro de poco texto y dibujos al estilo de los estudios ya mencionados. Es como si hubiera un vacío, algo que nos falta en una realidad donde los libros se producen y se descatalogan en forma masiva y vertiginosa. Cuando hablamos de los clásicos, entonces, no está nada mal el tomar relativa conciencia de que, en reglas generales, de ellos sabemos muy poco, y quizás nos perdemos lo mejor.

En el caso de El Mago de Oz, personalmente, conocí primero la bellísima película de la Metro-Goldwyn-Mayer protagonizada por Judy Garland (todo un clásico también) y debo reconocer que desconocía totalmente que Frank Baum llegó a escribir una serie de catorce libros del país de Oz. De los cuales tuve la fortuna de conseguir sólo cuatro.

Ilustración de W.W. Denslow para El Mago de Oz

El Espantapájaros que ambiciona un cerebro, el Leñador de Hojalata en busca de un corazón y el León Cobarde junto a la valerosa Dorothy son personajes sumamente ingeniosos, divertidos y poéticos. Paradojas, contradicciones, aventuras y humor inteligente recorren las páginas vividas por estos entrañables personajes. El Mago de Oz rompe con cualquier prejuicio acerca de la posible vejez de un texto escrito hace 110 años. Los niños del siglo XXI pueden leerlo y disfrutarlo plenamente. Y si no me creen, hagan la prueba.

Pero claro, para hacer la prueba primero hay que tener el texto a disposición, y es por esta razón que en Imaginaria decidimos, como ya lo hicimos con Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi, publicar la traducción de El Mago de Oz realizada por Marcial Souto; quien generosamente nos autorizó a hacerlo.

Nuestro deseo es que docentes, padres, y otros mediadores, puedan a través de Imaginaria acceder a El Mago de Oz de L. Frank Baum con las ilustraciones de su primera edición, las de William Wallace Denslow. La entrega será de dos capítulos por número de la revista y esperamos que disfruten de este clásico tanto como los niños.

Ilustración de W.W. Denslow para El Mago de Oz
El Mago de Oz

Por L. Frank Baum
Ilustraciones de William Wallace Denslow
Título original: The Wonderful Wizard of Oz
Traducción de Marcial Souto
© Marcial Souto, 2002, 2010

A mi buena amiga y camarada, mi mujer.
Introducción

El folclore, las leyendas, los mitos y los cuentos de hadas han acompañado la infancia a lo largo de los siglos, pues todo niño sano siente una edificante e instintiva atracción por las historias fantásticas, maravillosas y manifiestamente irreales. Las hadas aladas de Grimm y de Andersen han llevado más felicidad a los corazones infantiles que todas las demás creaciones humanas.

Sin embargo, el viejo cuento de hadas, que ha servido durante generaciones, podría ahora ser clasificado de “histórico” dentro de la biblioteca infantil, pues ha llegado la hora de una nueva serie de “cuentos de maravillas” donde ya no aparezcan los estereotipados genios, enanos y hadas, con todas las horripilantes peripecias inventadas por los autores para transformar cada relato en una espantosa moraleja. La educación moderna incluye la moral; por lo tanto, el niño moderno sólo busca entretenimiento en sus cuentos de maravillas y renuncia de buena gana a todos los detalles desagradables.

Con esa idea en mente, la historia del “maravilloso Mago de Oz” ha sido escrita sólo para dar placer a los niños de hoy. Aspira a ser un cuento de hadas modernizado, que conserva las maravillas y la alegría y prescinde de las angustias y las pesadillas.
L. Frank Baum
Chicago, abril de 1900
—000—
Capítulo 1
El ciclón

Dorothy vivía en medio de las grandes praderas de Kansas con tío Henry, que era granjero, y con tía Em, que era la mujer del granjero. Su casa era pequeña porque para construirla habían tenido que transportar la madera en una carreta desde una distancia de muchos kilómetros. Había cuatro paredes, un piso y un techo, que completaban una habitación; y en esa habitación había una oxidada cocina de hierro, una alacena para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. Tío Henry y tía Em tenían una grande en un rincón, y Dorothy tenía una pequeña en otro rincón. No había buhardilla ni sótano, sólo un agujero cavado en el suelo, llamado “el sótano de los ciclones”, donde podría refugiarse la familia si se levantara uno de esos potentes remolinos que se llevan las casas a su paso. Se entraba al agujero –un agujero pequeño y oscuro– por una trampa situada en el centro del piso, de la que descendía una escalera.

Cuando Dorothy salía a la puerta y miraba alrededor no veía otra cosa que la inmensa pradera gris. No había un solo árbol o casa que alterase la ancha llanura que se extendía hasta el borde del cielo en cualquier dirección. El sol había calcinado la tierra arada, que era ahora una masa gris surcada por pequeñas grietas. Ni siquiera la hierba era verde, pues el sol había quemado las puntas de las largas briznas hasta dejarlas del mismo color que todo lo demás. En otra época la casa había estado pintada, pero el sol y la lluvia se habían llevado esa pintura y ahora era tan deslucida y gris como el resto de la llanura.

Cuando tía Em fue a vivir a ese sitio era una mujer joven y bonita. A ella también la habían cambiado el viento y el sol. Le habían arrebatado el brillo de los ojos, que ahora eran de un gris apagado; le habían arrebatado el color de las mejillas y los labios, que también eran grises. Ahora era una mujer delgada que no sonreía nunca. Cuando Dorothy, que era huérfana, fue a vivir con ellos, tía Em se sobresaltaba tanto cada vez que llegaba a sus oídos la risa alegre de la niña que lanzaba un grito y se llevaba una mano al corazón; y todavía se maravillaba de que la niña encontrase cosas de que reírse.

Tío Henry no se reía nunca. Trabajaba duro de sol a sol y no conocía la alegría. Él también era gris, desde la larga barba hasta las toscas botas; tenía expresión severa y solemne y casi nunca hablaba.

Quien hacía reír a Dorothy y la salvaba de volverse tan gris como todos los que la rodeaban era Totó. Totó no era gris; era un perrito negro, de pelo largo y sedoso y pequeños ojos negros que centelleaban con alegría a ambos lados de la divertida y diminuta nariz. Totó jugaba todo el tiempo, y Dorothy jugaba con él y lo quería con pasión.

Pero ese día no jugaban. Tío Henry estaba sentado en el escalón de la puerta y miraba preocupado hacia el cielo, que era aún más gris que de costumbre. En la puerta, con Totó en brazos, Dorothy también miraba el cielo. Tía Em lavaba los platos.

Desde el lejano norte llegaba el gemido sordo del viento, y tío Henry y Dorothy veían cómo las largas hierbas se inclinaban en oleadas anunciando la llegada de la tormenta. De pronto el aire trajo un silbido agudo desde el sur y, al volverse, vieron que la hierba también se rizaba por ese lado.

Tío Henry se levantó.

—Em, viene un ciclón —dijo a su mujer—; voy a ocuparme del ganado.

Después corrió hacia los cobertizos donde tenían las vacas y los caballos.

Tía Em dejó lo que estaba haciendo y fue hasta la puerta. Le bastó con mirar una sola vez el cielo para darse cuenta del peligro que se acercaba.

—¡Rápido, Dorothy! —gritó—. ¡Corre al sótano!

Totó saltó de los brazos de Dorothy y se escondió debajo de la cama, y la niña corrió detrás de él. Tía Em, muy asustada, abrió la trampa del suelo y bajó por la escalera al agujero pequeño y oscuro. Dorothy logró por fin atrapar a Totó, y empezó a caminar hacia donde había ido su tía. Al llegar al centro del cuarto hubo un fuerte ruido y la casa se sacudió con tanta fuerza que Dorothy perdió el equilibrio y cayó sentada en el suelo.

Entonces ocurrió algo extraño.

La casa giró dos o tres veces sobre sí misma y se elevó lentamente en el aire. Dorothy se sintió como si anduviera en globo.

Los vientos del norte y del sur chocaban en el sitio donde estaba la casa, haciendo de ella el centro exacto del ciclón. En el centro de un ciclón el aire está por lo general en calma, pero la inmensa presión del viento sobre cada una de las paredes de la casa la fue alzando cada vez más hasta llevarla a la misma cima del ciclón; y allí siguió mientras era arrastrada kilómetros y kilómetros, como quien lleva una pluma.

Estaba muy oscuro, y el viento lanzaba unos aullidos horribles, pero Dorothy se sentía bastante cómoda. Después de los primeros remolinos, y del momento en que la casa se inclinó peligrosamente hacia un lado, sintió que la mecían con suavidad, como a un bebé en la cuna.

A Totó no le gustaba. Corría de un lado a otro en el cuarto, ladrando con fuerza; pero Dorothy estaba sentada en el suelo, muy quieta, esperando a ver qué pasaba.

En un momento Totó se acercó demasiado a la trampa abierta y cayó por ella. Al principio la niña pensó que lo había perdido, pero pronto vio que una de las orejas asomaba por el agujero, pues la presión del aire era tan fuerte que no lo dejaba caer. Dorothy gateó hasta el agujero, sujetó a Totó por la oreja y lo arrastró de vuelta a la habitación; luego cerró la trampa para que no hubiera más accidentes.

Pasaron las horas y poco a poco Dorothy fue perdiendo el miedo. Pero se sentía muy sola, y el viento aullaba a su alrededor con tanta fuerza que casi la ensordecía. Al principio había pensado que, cuando cayera la casa, ella se haría pedazos, pero como pasaban las horas y no sucedía nada terrible, dejó de preocuparse y decidió esperar con calma a ver qué le deparaba el futuro. Por fin se arrastró sobre el suelo movedizo, subió a la cama y se tendió en ella; y Totó la siguió y se tendió a su lado.

A pesar de que la casa se movía y de que el viento rugía, Dorothy cerró los ojos y se quedó profundamente dormida.

—000—
Capítulo 2
La reunión con los munchkins

La despertó un golpe tan fuerte que, si no hubiera estado acostada en la cama blanda, se podría haber lastimado. Dorothy contuvo la respiración y se preguntó qué había pasado. Totó le apoyó en la cara la pequeña y fría nariz y gimió, asustado. Dorothy se incorporó y notó que la casa no se movía; tampoco estaba oscuro, pues el sol entraba por la ventana, inundando la pequeña habitación. Se levantó de un salto y, con Totó pegado a los talones, corrió a abrir la puerta.

La niña lanzó un grito de asombro y miró alrededor. Los ojos se le agrandaron al ver aquellas maravillosas imágenes.

El ciclón había depositado la casa con mucha suavidad —para un ciclón— en el centro de un país de asombrosa belleza. Por todas partes había exquisitos retazos de césped verde, con majestuosos árboles cargados de apetitosos frutos. Había magníficos canteros de flores y pájaros de extraño y vistoso plumaje que cantaban y aleteaban en los árboles y en los matorrales. Un poco más lejos corría un arroyo entre el verde, murmurando con una voz muy agradable para una niña que había vivido tanto tiempo entre secas y grises praderas.

Mientras miraba asombrada el sorprendente y hermoso paisaje, notó que se le acercaba un grupo de personas, las personas más extrañas que había visto en su vida. No eran tan grandes como las personas mayores que estaba acostumbrada a tratar, pero tampoco eran muy pequeñas. En realidad aparentaban el tamaño de Dorothy, que era una niña crecida para su edad, aunque por su aspecto tenían muchos más años que ella.

Eran tres hombres y una mujer, y todos iban vestidos de un modo raro. Llevaban sombreros redondos que terminaban en una punta afilada, treinta centímetros por encima de la cabeza, y de los bordes de esos sombreros colgaban unos cascabeles pequeños que, con cada movimiento, producían un dulce tintineo. Los sombreros de los hombres eran azules; el sombrero de la mujercita era blanco. Ella llevaba, además, un vestido blanco que le caía en pliegues desde los hombros; ese vestido estaba salpicado de pequeñas estrellas que centelleaban al sol como diamantes. Los hombres estaban vestidos de azul en el mismo tono de los sombreros, y llevaban botas muy bien lustradas con rayas azules en las puntas. Los hombres, pensó Dorothy, debían de ser de la edad de tío Henry, pues dos de ellos lucían barba. Pero la mujercita era sin duda mucho más vieja: tenía el rostro cubierto de arrugas, y su pelo era casi blanco y caminaba con cierta rigidez.

Al llegar cerca de la casa en cuya puerta esperaba Dorothy, esas personas se detuvieron e intercambiaron unos susurros, como si temieran seguir avanzando. Pero la viejecita caminó hasta donde estaba Dorothy y se inclinó con una profunda reverencia.

—Bienvenida, noble Hechicera —dijo con voz dulce—, al País de los Munchkins. Te agradecemos mucho que hayas matado a la Bruja Mala del Este, y que hayas liberado a nuestro pueblo.

Dorothy escuchó esas palabras con sorpresa. ¿A qué se referiría esa mujercita al llamarla hechicera y decirle que había matado a la Bruja Mala del Este? Dorothy era una niña inocente e inofensiva, a quien un ciclón había llevado muy lejos; y nunca, en toda su vida, había matado una mosca.

Pero era evidente que la mujercita esperaba una respuesta.

—Eres muy amable —dijo Dorothy con voz vacilante—, pero debe de haber algún error. Yo no he matado nada.

—Bueno, lo hizo tu casa —respondió la viejecita con una carcajada—, y en el fondo es lo mismo. ¡Mira! —dijo, señalando la esquina de la casa—; allí están los dos pies, asomando todavía por debajo del tronco.

Dorothy miró y lanzó un pequeño grito de terror. Efectivamente, por debajo de la madera que sostenía el peso de la casa, asomaban dos pies enfundados en zapatos de plata terminados en punta.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gritó Dorothy, apretándose las manos, aterrada—, la casa debe de haberle caído encima. ¿Qué podemos hacer?

—Nada podemos hacer —dijo la mujercita con voz calma.

—Pero ¿quién era? —preguntó Dorothy.

—Era la Bruja Mala del Este, como ya dije —respondió la viejecita—. Ha tenido a todos los munchkins en cautiverio durante muchos años, haciendo que la sirvieran como esclavos día y noche. Ahora todos son libres y te están agradecidos por el favor.

—¿Quiénes son los munchkins? —inquirió Dorothy.

—Es la gente que vive en esta tierra del Este, donde reinaba la Bruja Mala.

—¿Tú eres una munchkin? —preguntó Dorothy.

—No, pero soy amiga de ellos, aunque vivo en la tierra del Norte. Cuando vieron que la Bruja del Este estaba muerta, los munchkins me enviaron un veloz mensajero, y yo acudí enseguida. Soy la Bruja del Norte.

—¿De veras? —exclamó Dorothy—. ¿Eres una bruja de verdad?

—Claro que sí —le respondió la mujercita—. Pero soy una bruja buena, y la gente me quiere. No soy tan poderosa como la Bruja Mala que reinaba aquí; de lo contrario, yo misma habría liberado a este pueblo.

—Pero yo pensaba que todas las brujas eran malas —dijo la niña, que se sentía un poco asustada ante una bruja de verdad.

—Ah, no; eso es un gran error. Hay sólo cuatro brujas en todo el País de Oz, y dos de ellas, las que viven en el Norte y en el Sur, son brujas buenas. Sé que es verdad, porque yo soy una de ellas y no me puedo equivocar. Las que vivían en el Este y el Oeste eran verdaderamente malas, pero ahora que has matado a una, sólo queda una Bruja Mala en todo el País de Oz: la que vive en el Oeste.

—Pero —dijo Dorothy, después de pensarlo un momento—, tía Em me ha dicho que todas las brujas murieron… hace muchos, muchos años.

—¿Quién es tía Em? —quiso saber la viejecita.

—Es mi tía, que vive en Kansas, el sitio de donde he venido.

La Bruja del Norte hizo como si pensara un momento, la cabeza ladeada y mirando el suelo. Luego alzó la mirada y dijo:

—No sé dónde está Kansas, porque nunca he oído hablar de ese país. Dime, ¿es un país civilizado?

—Claro que sí —respondió Dorothy.

—Eso lo explica todo. Tengo entendido que no quedan brujas en los países civilizados; ni magos ni hechiceros. Pero el País de Oz nunca ha sido civilizado, pues estamos aislados del resto del mundo. Por lo tanto hay todavía entre nosotros brujas y magos.

—¿Quiénes son los magos? —preguntó Dorothy.

—El propio Oz es el Gran Mago —respondió la Bruja en un susurro—. Es más poderoso que todos los demás juntos. Vive en la Ciudad Esmeralda.

Dorothy iba a hacer otra pregunta, pero en ese instante los munchkins, que habían permanecido callados, lanzaron un potente grito y señalaron la esquina de la casa que había aplastado a la Bruja Mala.

—¿Qué pasa? —preguntó la viejecita. Miró hacia la casa y se echó a reír. Los pies de la Bruja muerta habían desaparecido por completo, y sólo quedaban los zapatos de plata.

—Era tan vieja —explicó la Bruja del Norte— que se secó rápidamente al sol. Ya no queda nada. Pero los zapatos son tuyos y podrás usarlos.

Se inclinó y recogió los zapatos, y después de sacudirlos para sacarles el polvo se los entregó a Dorothy.

—La Bruja del Este estaba orgullosa de esos zapatos de plata —dijo uno de los munchkins—, y hay en ellos un cierto poder mágico, aunque nunca supimos en qué consistía.

Dorothy llevó los zapatos dentro de la casa y los puso sobre la mesa. Luego volvió afuera, junto a los munchkins, y dijo:

—Estoy ansiosa por regresar junto a mi tía y a mi tío, porque seguramente se estarán preocupando. ¿Me podéis ayudar a encontrar el camino a Kansas?

Los munchkins y la Bruja se miraron primero unos a otros, y después a Dorothy y finalmente sacudieron la cabeza.

—Al este, no lejos de aquí —dijo uno—, hay un gran desierto, y nadie alcanzaría a cruzarlo.

—Lo mismo ocurre al sur —dijo otro—, pues yo he estado allí y lo he visto. El sur es el País de los Quadlings.

—Me han dicho —intervino el tercer hombre— que lo mismo pasa en el oeste. Y ese país, donde viven los winkies, está gobernado por la Bruja Mala del Oeste, que te convertiría en su esclava si pasaras por su tierra.

—El norte es mi hogar —dijo la vieja—, y en su extremo aparece el mismo gran desierto que rodea este País de Oz. Mucho me temo, querida, que tendrás que vivir con nosotros.

Dorothy comenzó a sollozar; se sentía muy sola entre todas esas personas extrañas. Sus lágrimas parecieron ablandar también a los bonachones munchkins, que enseguida sacaron los pañuelos y rompieron a llorar. La viejecita, en cambio, se quitó el gorro y apoyó el pico en la punta de la nariz, haciendo equilibrio, mientras cantaba “uno, dos, tres” con voz solemne. De pronto el gorro se transformó en una pizarra, en la que se leía, escrito con tiza en grandes caracteres:
“QUE DOROTHY VAYA A LA CIUDAD ESMERALDA”

La viejecita sacó la pizarra de la nariz y, después de leer las palabras escritas, preguntó:

—¿Te llamas Dorothy, querida?

—Sí —respondió la niña, alzando la mirada y secándose las lágrimas.

—Entonces debes ir a la Ciudad Esmeralda. Oz quizá pueda ayudarte.

—¿Dónde queda esa ciudad? —preguntó Dorothy.

—Está exactamente en el centro del país, y la gobierna Oz, el Gran Mago del que te he hablado.

—¿Es un hombre bueno? —quiso saber la niña, angustiada.

—Es un buen mago. No puedo decirte si es o no un hombre, pues nunca lo he visto.

—¿Cómo puedo llegar a ese sitio? —preguntó Dorothy.

—Debes caminar. Es un largo viaje, por un país a veces agradable y a veces oscuro y terrible. Sin embargo, yo usaré todas las artes mágicas que conozco para que nada te haga daño.

—¿No irás conmigo? —suplicó la niña, que había empezado a ver en la Bruja su única amiga.

—No, no lo puedo hacer —respondió la vieja—; pero te daré mi beso, y nadie lastimará a una persona que ha sido besada por la Bruja del Norte.

Se acercó a Dorothy y la besó con suavidad en la frente. Donde la tocaron los labios —Dorothy lo descubrió más tarde— quedó una marca redonda y brillante.

—El camino a la Ciudad Esmeralda está pavimentado con ladrillos amarillos —dijo la Bruja—, así que no podrás confundirte. Cuando llegues ante Oz, no temas, cuéntale tu historia y pídele ayuda. Adiós, querida.

Los tres munchkins le hicieron una profunda reverencia y le desearon un agradable viaje; luego se alejaron entre los árboles. La Bruja se despidió de Dorothy con una amistosa inclinación de cabeza, giró tres veces sobre el tacón izquierdo e instantáneamente desapareció, ante la sorpresa del pequeño Totó, que al no verla más se puso a ladrar con fuerza; en su presencia ni siquiera se había atrevido a gruñir.

Pero Dorothy, al saber que era una bruja, había esperado que desapareciera de ese modo, y no se sorprendió.

sábado, 26 de junio de 2010

ANTONIO MUÑOZ MOLINA IDA Y VUELTA Palabras venidas de tan lejos

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 26/06/2010

De pronto he encontrado un recuerdo que no sabía que tuviera. Me he acordado de Blas de Otero, visto de lejos, en Granada, en junio de 1976, en los días tumultuosos del primer homenaje póstumo a García Lorca, Blas de Otero en una tarima a lo lejos, sobre las cabezas de los estudiantes, en la Facultad de Letras, y más lejos todavía en la gran plaza de Fuente Vaqueros, una cabeza blanca, una camisa blanca, una gran boina vasca, un perfil vasco con la barbilla adelantada. Me he acordado de pronto de Blas de Otero porque llevo toda la tarde, todo el día, muchas horas en los últimos días, leyendo un libro suyo que ha tardado más de treinta años en aparecer, que me ha llegado por dos caminos, en dos regalos casi simultáneos, y que ahora está siempre conmigo, sobre la mesa de noche y en el cuarto de trabajo, acompañándome como solo nos puede acompañar la poesía; y cuando hablo de poesía me refiero a algunos libros de versos y también a esa experiencia íntima y suprema que nos ofrecen ciertos momentos de la vida y unas cuantas invenciones del arte: una sensación de intensidad, el estremecimiento de lo verdadero y único, lo que es irrepetible y secreto y sin embargo puede formar parte de la vida de cualquiera, lo que me sucede ahora mismo únicamente a mí y a la vez ha venido siendo común -en el sentido doble de compartido y frecuente- desde que el mundo es mundo, por utilizar una de esas expresiones vulgares que le gustaban tanto a Blas de Otero, quizás porque veía en ellas la expresión más profunda, la poesía impersonal del idioma.

El libro se titula Hojas de Madrid con La galerna. Cuando Blas de Otero se murió, no mucho tiempo después de que yo lo viera de lejos, en 1979, era un libro en proyecto, una carpeta con poemas escritos a mano y corregidos a máquina, duplicados en copias de papel carbón. Blas de Otero, que tenía cuando yo lo vi esa fortaleza aparente de los hombres de buen color y abundante pelo blanco, había sentido la proximidad de la muerte en 1968, cuando volvió a Madrid desde Cuba porque le habían detectado un cáncer. El primer poema del libro, 'Cojeando un poco', trata de un hombre recién operado que se dispone a levantarse de la cama del hospital para regresar tentativamente, cojeando un poco, al mundo de los vivos. Y en casi cada uno de ellos, a lo largo de más de trescientas páginas, está la sensación de acecho y de miedo de quien se sabe ya señalado por la muerte, quien mira las cosas y sabe que seguirán existiendo cuando él haya desaparecido y sin embargo no sabe ni quiere decirles adiós, renunciar a la emoción urgente de estar vivo, a los placeres más comunes y a los más excepcionales, al gusto de pasear holgazanamente por las calles de Madrid, a la gratitud por el amor. Las hojas de Madrid son las hojas de papel en blanco sobre las que se escriben a mano o sobre las que se mecanografían los poemas, con la evanescencia sucesiva del papel carbón: y también son las Leaves of Grass de Walt Whitman, las hojas de hierba de una poesía que rompe los límites de la métrica y de la rima y se dilata en la extensión democrática del idioma común, en ritmos que tienen el vigor y la respiración de esas caminatas por la ciudad en las que todo se vuelve memorable, incluso cuando el que mira se sabe enfermo y marcado.

"Amo a Walt Whitman por sus barbas enormes / y por su hermoso verso dilatado", escribe Blas de Otero, caminante por Madrid como lo había sido Whitman por Manhattan, invocando sin decirlo al Whitman de Rubén Darío y al de Federico García Lorca. De joven había poseído uno de esos talentos que logran muy rápidamente el brillo excesivo de una técnica demasiado segura. En sus primeros libros el soneto tiene algo de artefacto implacable, agravado por una especie de cristianismo existencial que entonces debía de parecer muy profundo pero que ahora nos suena a hueco, o peor aún, a retórica fechada, con esas mayúsculas unamunianas del Hombre, Dios, etcétera. Pero es que Blas de Otero, abogado sin vocación en una fábrica de Bilbao, desertor angustiado de las lealtades de una familia burguesa, transeúnte desde muy joven por un país y un continente entero en ruinas, parece que se hubiera leído y aprendido de memoria toda la poesía escrita en español, desde los romances antiguos hasta César Vallejo y Lorca y Neruda: desde muy pronto fue encontrando una voz en la que confluían al mismo tiempo todos los materiales arrastrados por el gran río del idioma, las citas literales y las vulgaridades más espléndidas. En el mismo poema podían estar Bob Dylan y Beethoven, un romance anónimo y un estribillo de zarzuela. La poesía española, cuando se pone seria, puede hacerse antipática o indescifrable, y cuando se pone coloquial puede sonar al mismo tiempo chabacana y amanerada, falsa como una baratija: con una desenvoltura que yo he aprendido a disfrutar en la poesía americana, Blas de Otero domina sin apariencia de esfuerzo las formas muy medidas, muy controladas, y la efusión que se desborda sin ningún escrúpulo hacia lo banal y lo prosaico, casi como en los Poemas de la hora de comer de Frank O'Hara. Como en ellos, la muerte se insinúa en el espectáculo delicado y trivial de la agitación de la ciudad: "Por qué digo que estoy ya cerca de la muerte, / por qué me quedan sólo tres, cinco años de vida, /ahora que veo Madrid como la espalda luminosa de una muchacha, / y voy al cine /y deambulo por el barrio de Embajadores, / y aguardo frente a un semáforo / y siento ganas de llorar porque vuelvo a ser feliz cual en mi adolescencia /...".

Qué raro haber visto a Blas de Otero desde lejos y poder recordarlo y no haberlo leído con verdadera atención hasta ahora. Quizás no lo leí simplemente porque no estaba de moda (cree uno tener opiniones y no son más que el eco distraído de lo que se lleva): porque era poco más que la letra de unas canciones de Paco Ibáñez, en una época en la que yo me alejaba de ese tipo de música militante que me había gustado tanto, y en la que mis poetas eran casi exclusivamente Lorca y Cernuda, y también Quevedo y Góngora, en las ediciones de Castalia. Yo quería aprender a escribir novelas, pero la poesía era un amor secreto que iba y volvía, pero no me abandonaba nunca. Después leí a Borges y a Baudelaire, y más tarde el gran regalo del idioma inglés fue la poesía americana, tan limpia de toda retórica, tan habitada por el habla y a la vez por la Biblia y Shakespeare: Emily Dickinson y Whitman, Wallace Stevens y William Carlos William, Mark Strand y Denise Levertov, y Jane Kenyon, y Galway Kinnell, y Charles Simic, tantos nombres con los que llenaría esta página. Me ha hecho falta un rodeo tan largo por cada uno de ellos para llegar a Blas de Otero.

http://www.elpais.com/articulo/portada/Palabras/venidas/lejos/elpepuculbab/20100626elpbabpor_8/Tes?print=1

Jaime Sabines Adán y Eva

Adán y Eva

1
Estábamos en el paraíso. En el paraíso no ocurre nunca nada. No nos conocíamos. Eva, levántate. -Tengo amor, sueño, hambre. ¿Amaneció? -Es de día, pero aún hay estrellas. El sol viene de lejos hacia nosotros y empiezan a galopar los árboles. Escucha. -Yo quiero morder tu quijada. Ven. Estoy desnuda, macerada, y huelo a ti. Adán fue hacia ella y la tomó. Y parecía que los dos se habían metido en un río muy ancho, y que jugaban con el agua hasta el cuello, y reían, mientras pequeños peces equivocados les mordían las piernas.

2
-¿Has visto cómo crecen las plantas? Al lugar en que cae la semilla acude el agua: es el agua la que germina, sube al sol. Por el tronco, por las ramas, el agua asciende al aire, como cuando te quedas viendo el cielo de¡ medio- día y tus ¿Ojos empiezan a evaporarse. Las plantas crecen de un día a otro. Es la tierra la que crece; se hace blanda, verde, flexible. El terrón enmohecido, la costra de los vicios árboles, se desprende, regresa. ¿Lo has visto? Las plantas caminan en el tiempo, no de un lugar a otro: de una hora a otra hora. Esto puedes sentirlo cuando te extiendes sobre la tierra, boca arriba, y tu pelo penetra como un manojo de raíces, y toda tú eres un tronco caído. -Yo quiero sembrar una semilla en el río, a ver si crece un árbol flotante para treparme a jugar. En su follaje se enredarían los peces, y sería un árbol de agua que iría a todas partes sin caerse nunca.

3
La noche que fue ayer fue de la magia. En la noche hay tambores, y los animales duermen con el olfato abierto como un ojo. No hay nadie en el, aire. Las hojas y las plumas se reúnen en las ramas, en el suelo, y alguien las mueve a veces, y callan. Trapos negros, voces negras, espesos y negros silencios, flotan, se arrastran, y la tierra se pone su rostro negro y hace gestos a las estrellas. Cuando pasa el miedo junto a ellos, los corazones golpean fuerte, fuerte, y los ojos advierten que las cosas se mueven eternamente en su mismo lugar. Nadie puede dar un paso en la noche. El que entra con los ojos abiertos en la espesura de la noche, se pierde, es asaltado por la sombra, y nunca se sabrá nada de él, como de aquellos que el mar ha recogido. -Eva, le dijo Adán, despacio, no nos separemos.

4
-Ayer estuve observando a los animales y me puse a pensar en ti. Las hembras son más tersas, más suaves y más dañinas. Antes de entregarse maltratan al macho, o huyen, se defienden ¿Por qué? Te he visto a ti también, como las palomas, enardeciéndote cuando yo estoy tranquilo. ¿Es que tu sangre y la mía se encienden a diferentes horas? Ahora que estás dormida debías responderme. Tu respiración es tranquila y tienes el rostro desatado y los labios abiertos. Podrías decirlo todo sin aflicción, sin risas. ¿Es que somos distintos? ¿No te hicieron, pues, de mi costado, no me dueles? Cuando estoy en ti, cuando me hago pequeño y me abrazas y me envuelves y te cierras como la flor con el insecto, sé algo, sabemos algo. La hembra es siempre más grande, de algún modo. Nosotros nos salvamos de la muerte. ¿Por qué? Todas las noches nos salvamos. Quedamos juntos, en nuestros brazos, y yo empiezo a crecer como el día. Algo he de andar buscando en ti, algo mío que tú eres y que no has de darme nunca.

http://amediavoz.com/sabines.htm

AMARILLOS (Elena Martín Vivaldi)

I

Qué plenitud dorada hay en tu copa,
árbol, cuando te espero
en la mañana azul de cielo frío.
Cuántos agostos largos, y qué intensos
te han cubierto, doliente, de amarillos.


II

Toda la tarde se encendía
dorada y bella, porque Dios lo quiso.
Toda mi alma era un murmullo
de ocasos, impaciente de amarillo.


III

Serena de amarillos tengo el alma.
Yo no lo sé. ¿Serena?
Parece que entre el oro de sus ramas
algo verde me encienda.
Algo verde, impaciente, me socava.
Dios bendiga su brecha.
Por este hueco fértil de mis ansias
un cielo retrasado me desvela.
Ay, mi esperanza, amor, voz que no existe,
tú, mi siempre amarillo.
Hazte un sol de crepúsculos, ardiente:
ponte verde, amarillo.

EL SABOR DE LAS CEREZAS



http://www.youtube.com/watch?v=c2QybWhSxwc

TIEMPO DE MORIR CLARICE LISPECTOR


Sólo pido una cosa: en el momento de morir yo querría tener a una persona amada por mí a mi lado para que me sostenga la mano.
Entonces no tendré miedo, y estaré acompañada al atravesar el gran pasaje.
Yo querría que hubiera reencarnación: que yo renaciera después de muerta y diera mi alma viva a una persona nueva. Me gustaría, sin embargo, un aviso.
Si es verdad que existe una reencarnación, la vida que ahora tengo no es
propiamente mía: un alma le fue dada a este cuerpo.
Quiero renacer siempre. Y en la próxima reencarnación
voy a leer mis libros como una lectora común e interesada
y no sabré que en esta reencarnación
fui yo quien los escribió.

sábado, 10 de abril de 2010

GUSTAVO MARTÍN GARZO Como una lágrima

http://www.elpais.com/articulo/portada/lagrima/elpepuculbab/20091121elpbabpor_1/Tes
GUSTAVO MARTÍN GARZO 21/11/2009

Conocí a Claudio Rodríguez en uno de sus viajes a Valladolid, a comienzos de los años ochenta. Jorge Guillén aún vivía y él vino a participar en un homenaje que le estaba dedicando la Universidad. Dio su conferencia en el solemne Paraninfo, y recuerdo que fue la conferencia más breve que he escuchado nunca, pues apenas habían pasado veinte minutos cuando, levantando las manos en un gesto de disculpa, Claudio Rodríguez nos dijo que eso era todo. Sin embargo, no he podido olvidar esa conferencia. Es extraño, porque sólo habló de una jarra de agua, la jarra que el bedel había puesto a su lado para que bebiera. Así explicó la poesía de Jorge Guillén. El logro de su poesía, nos dijo, era darnos a ver el mundo y celebrar la presencia de las cosas, y puedo asegurar que jamás el agua de una jarra fue más real que cuando él la sostuvo en alto mientras hablaba.

Luego un grupo de amigos y amigas le acompañamos a lo largo de la noche. Nos contó infinidad de anécdotas, sobre todo de Blas de Otero, que era un poeta al que quería fraternalmente. Recuerdo una de ellas. Blas de Otero y él coincidieron en un bar con un camarero aficionado a la poesía. Desconocía quiénes eran, y empezó a hablarles de su secreta afición. Muy pronto, los tres se turnaban en el recitado de los poetas clásicos, San Juan, Lope de Vega, Garcilaso, Quevedo... Pero, de pronto, el camarero interrumpió el flujo de los versos para decirles que en su opinión el único poeta actual que se les podía comparar era Blas de Otero. Y se puso a recitarles varios de sus poemas, que se conocía de memoria. Claudio Rodríguez, entusiasmado, iba a decirle que su admirado poeta estaba enfrente de él, pero Blas de Otero se lo impidió. Aún más, pagó la cuenta a toda prisa y le arrastró sin darle tiempo a protestar fuera del bar. "No he conocido a un poeta más vergonzoso que él", concluyó con una sonrisa triste.

Nos contó otra historia de un famoso jugador de pelota, ya mayor, que participaba en el que iba a ser su último partido contra la estrella ascendente del momento. Nadie dudaba que fuera a perder, y así fue, aunque lograra hacer algo que valía más que el partido ganado. Su rival le envió una pelota fatídica y, cuando todos la daban por perdida, el viejo jugador no sólo logró devolvérsela, sino hacerlo de una forma única, pues la pelota pareció desvanecerse al tocar el suelo sin dar opción a ser recuperada por nadie. Y Claudio Rodríguez añadió: "Como si fuera una lágrima". Ésa fue su expresión. Y recuerdo que, al repetirla, nosotros veíamos a su conjuro el vuelo de la pelota y cómo al caer se confundía con una lágrima que contenía a la vez el dolor de la despedida y el gozo del inexplicable acierto. Fue lo que Claudio Rodríguez buscó siempre al escribir sus poemas. Esas palabras que de pronto se ensimisman y ofrecen su sentido porque se van a lo más hondo. Eso era la poesía para él: una lágrima que naciendo del dolor es también el lugar misterioso del encuentro con el mundo y la vida. El vuelo de una celebración.

jueves, 8 de abril de 2010

El gato con botas [Cuento. Texto completo] Charles Perrault

Un molinero dejó, como única herencia a sus tres hijos, su molino, su burro y su gato. El reparto fue bien simple: no se necesitó llamar ni al abogado ni al notario. Habrían consumido todo el pobre patrimonio.

El mayor recibió el molino, el segundo se quedó con el burro y al menor le tocó sólo el gato. Este se lamentaba de su mísera herencia:

-Mis hermanos -decía- podrán ganarse la vida convenientemente trabajando juntos; lo que es yo, después de comerme a mi gato y de hacerme un manguito con su piel, me moriré de hambre.

El gato, que escuchaba estas palabras, pero se hacía el desentendido, le dijo en tono serio y pausado:

-No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una bolsa y un par de botas para andar por entre los matorrales, y veréis que vuestra herencia no es tan pobre como pensáis.

Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le había visto dar tantas muestras de agilidad para cazar ratas y ratones, como colgarse de los pies o esconderse en la harina para hacerse el muerto, que no desesperó de verse socorrido por él en su miseria.

Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose la bolsa al cuello, sujetó los cordones de ésta con las dos patas delanteras, y se dirigió a un campo donde había muchos conejos. Puso afrecho y hierbas en su saco y tendiéndose en el suelo como si estuviese muerto, aguardó a que algún conejillo, poco conocedor aún de las astucias de este mundo, viniera a meter su hocico en la bolsa para comer lo que había dentro. No bien se hubo recostado, cuando se vio satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el maestro gato, tirando los cordones, lo encerró y lo mató sin misericordia.

Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo hicieron subir a los aposentos de Su Majestad donde, al entrar, hizo una gran reverencia ante el rey, y le dijo:

-He aquí, Majestad, un conejo de campo que el señor Marqués de Carabás (era el nombre que inventó para su amo) me ha encargado obsequiaros de su parte.

-Dile a tu amo, respondió el Rey, que le doy las gracias y que me agrada mucho.

En otra ocasión, se ocultó en un trigal, dejando siempre su saco abierto; y cuando en él entraron dos perdices, tiró los cordones y las cazó a ambas. Fue en seguida a ofrendarlas al Rey, tal como había hecho con el conejo de campo. El Rey recibió también con agrado las dos perdices, y ordenó que le diesen de beber.

El gato continuó así durante dos o tres meses llevándole de vez en cuando al Rey productos de caza de su amo. Un día supo que el Rey iría a pasear a orillas del río con su hija, la más hermosa princesa del mundo, y le dijo a su amo:

-Sí queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna está hecha: no tenéis más que bañaros en el río, en el sitio que os mostraré, y en seguida yo haré lo demás.

El Marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejó, sin saber de qué serviría. Mientras se estaba bañando, el Rey pasó por ahí, y el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas:

-¡Socorro, socorro! ¡El señor Marqués de Carabás se está ahogando!

Al oír el grito, el Rey asomó la cabeza por la portezuela y, reconociendo al gato que tantas veces le había llevado caza, ordenó a sus guardias que acudieran rápidamente a socorrer al Marqués de Carabás. En tanto que sacaban del río al pobre Marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al Rey que mientras su amo se estaba bañando, unos ladrones se habían llevado sus ropas pese a haber gritado ¡al ladrón! con todas sus fuerzas; el pícaro del gato las había escondido debajo de una enorme piedra.

El Rey ordenó de inmediato a los encargados de su guardarropa que fuesen en busca de sus más bellas vestiduras para el señor Marqués de Carabás. El Rey le hizo mil atenciones, y como el hermoso traje que le acababan de dar realzaba su figura, ya que era apuesto y bien formado, la hija del Rey lo encontró muy de su agrado; bastó que el Marqués de Carabás le dirigiera dos o tres miradas sumamente respetuosas y algo tiernas, y ella quedó locamente enamorada.

El Rey quiso que subiera a su carroza y lo acompañara en el paseo. El gato, encantado al ver que su proyecto empezaba a resultar, se adelantó, y habiendo encontrado a unos campesinos que segaban un prado, les dijo:

-Buenos segadores, si no decís al Rey que el prado que estáis segando es del Marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín.

Por cierto que el Rey preguntó a los segadores de quién era ese prado que estaban segando.

-Es del señor Marqués de Carabás -dijeron a una sola voz, puesto que la amenaza del gato los había asustado.

-Tenéis aquí una hermosa heredad -dijo el Rey al Marqués de Carabás.

-Veréis, Majestad, es una tierra que no deja de producir con abundancia cada año.

El maestro gato, que iba siempre delante, encontró a unos campesinos que cosechaban y les dijo:

-Buena gente que estáis cosechando, si no decís que todos estos campos pertenecen al Marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín.

El Rey, que pasó momentos después, quiso saber a quién pertenecían los campos que veía.

-Son del señor Marqués de Carabás, contestaron los campesinos, y el Rey nuevamente se alegró con el Marqués.

El gato, que iba delante de la carroza, decía siempre lo mismo a todos cuantos encontraba; y el Rey estaba muy asombrado con las riquezas del señor Marqués de Carabás.

El maestro gato llegó finalmente ante un hermoso castillo cuyo dueño era un ogro, el más rico que jamás se hubiera visto, pues todas las tierras por donde habían pasado eran dependientes de este castillo.

El gato, que tuvo la precaución de informarse acerca de quién era este ogro y de lo que sabía hacer, pidió hablar con él, diciendo que no había querido pasar tan cerca de su castillo sin tener el honor de hacerle la reverencia. El ogro lo recibió en la forma más cortés que puede hacerlo un ogro y lo invitó a descansar.

-Me han asegurado -dijo el gato- que vos tenías el don de convertiros en cualquier clase de animal; que podíais, por ejemplo, transformaros en león, en elefante.

-Es cierto -respondió el ogro con brusquedad- y para demostrarlo veréis cómo me convierto en león.

El gato se asustó tanto al ver a un león delante de él que en un santiamén se trepó a las canaletas, no sin pena ni riesgo a causa de las botas que nada servían para andar por las tejas.

Algún rato después, viendo que el ogro había recuperado su forma primitiva, el gato bajó y confesó que había tenido mucho miedo.

-Además me han asegurado -dijo el gato- pero no puedo creerlo, que vos también tenéis el poder de adquirir la forma del más pequeño animalillo; por ejemplo, que podéis convertiros en un ratón, en una rata; os confieso que eso me parece imposible.

-¿Imposible? -repuso el ogro- ya veréis-; y al mismo tiempo se transformó en una rata que se puso a correr por el piso.

Apenas la vio, el gato se echó encima de ella y se la comió.

Entretanto, el Rey, que al pasar vio el hermoso castillo del ogro, quiso entrar. El gato, al oír el ruido del carruaje que atravesaba el puente levadizo, corrió adelante y le dijo al Rey:

-Vuestra Majestad sea bienvenida al castillo del señor Marqués de Carabás.

-¡Cómo, señor Marqués -exclamó el rey- este castillo también os pertenece! Nada hay más bello que este patio y todos estos edificios que lo rodean; veamos el interior, por favor.

El Marqués ofreció la mano a la joven Princesa y, siguiendo al Rey que iba primero, entraron a una gran sala donde encontraron una magnífica colación que el ogro había mandado preparar para sus amigos que vendrían a verlo ese mismo día, los cuales no se habían atrevido a entrar, sabiendo que el Rey estaba allí.

El Rey, encantado con las buenas cualidades del señor Marqués de Carabás, al igual que su hija, que ya estaba loca de amor viendo los valiosos bienes que poseía, le dijo, después de haber bebido cinco o seis copas:

-Sólo dependerá de vos, señor Marqués, que seáis mi yerno.

El Marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacia el Rey; y ese mismo día se casó con la Princesa. El gato se convirtió en gran señor, y ya no corrió tras las ratas sino para divertirse.



Moraleja

En principio parece ventajoso
contar con un legado sustancioso
recibido en heredad por sucesión;
más los jóvenes, en definitiva
obtienen del talento y la inventiva
más provecho que de la posición.



Otra moraleja

Si puede el hijo de un molinero
en una princesa suscitar sentimientos
tan vecinos a la adoración,
es porque el vestir con esmero,
ser joven, atrayente y atento
no son ajenos a la seducción.




http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/perr/gatocon.htm

lunes, 22 de marzo de 2010

La historia de los tres sabios.

Yunus empezó a contar:



»Esta historia se desarrolla en un país lejano y trata de tres hombres que eran considerados los más sabios del país. Dos de ellos no se daban por satisfechos con eso. Querían saber cuál de los tres era el más sabio. Así pues, se reunieron bajo un gran árbol en un lugar apartado, en mitad del desierto, para averiguarlo.

»El primero dijo: “Gracias a mi talento y a mis conocimientos, soy capaz de crear un león, tan perfecto y natural, que resulta imposible distinguirlo de un verdadero león”. Y. empleando los más diversos materiales y substancias, empezó a componer la figura de un león, con tanta exactitud que, en efecto, era idéntica a un león verdadero hasta en la última pestaña.

El segundo dijo: “Debo reconocer que tu león es perfecto en todos sus detalles; pero al conjunto le falta algo un hálito de vida. Yo, gracias a mi talento y conocimientos, soy capaz de insuflar vida a esta figura inerte”. Y empezó a hacer los preparativos para cumplir lo dicho.

»Entonces lo interrumpió el tercero y dijo: “¿Habéis pensado en que eso que acabáis de crear y que queréis despertar a la vida es un león?.”


»El primero dijo: “¡Deja que lo intente, no lo conseguirá!”.
»El segundo dijo: “¿Quieres que mi ciencia no dé sus frutos?”.

»El tercero se ató los faldones de la túnica al cinturón y dijo: “Esperad un momento, hasta que haya subido al árbol”.

»Y, así, al final, una fiera salvaje decidió cuál de los tres era el más sabio.

Y este sabio tuvo suerte de que hubiera un árbol en mitad del desierto, quiso añadir Yunus; pero lo dejó estar.

El Puente de Alcántara
Frank Baer

domingo, 21 de febrero de 2010

domingo, 14 de febrero de 2010


«De la Felicidad» de José Fernández Guerra. Granada, domingo 28 de abril de 1839.

“Grandes y sublimes lecciones hemos recibido desde Job hasta nuestros días sobre la miseria de la condición humana. Salomón, después de haber experimentado cuantas prosperidades son concebibles, viene a deducir que todo es vanidad y mentira: Risum reputavi errorem, et gaudio dixi: quid frustra deciperis? Píndaro llama a la vida del hombre el sueño de una sombra; y por otra parte Shakspeare ha dicho: «la felicidad consiste en no haber nacido.»

Si entrásemos en una prolija enumeración de los testimonios de lo pasado, veríamos de acuerdo a todos los filósofos y poetas sobre que, examinándolo bien, la felicidad no es más que una quimera, y (si vale hablar así) un mirage o ilusión moral que extraviará siempre a los que piensen hallar realidad en lo que representa. Entro los filósofos el mismo Epicuro defendía que nuestras mayores satisfacciones tienen su asiento en la memoria, y que dependen únicamente del recuerdo de las cosas pasadas. En cuanto a los poetas, los más felices en la apariencia, los más entusiastas de la mansión terrestre, en medio de su alegría prorrumpen en acentos de dolor que descubren el secreto de su alma. Anacreón conceptúa a la cigarra más feliz que al hombre. Horacio comienza sus sátiras por echar en cara a los hombres que ninguno está contento con su suerte.

Ninguno es feliz, según él; pujes si por una parte el vulgo se labra inevitablemente su desgracia, por otra el sabio está condenado a no poder apartar su vista de la fragilidad de todas las cosas, y a saborear, por decirlo así, la muerte, para aprender a tolerar la vida y a gustar de ella.

Los modernos no han podido menos de coincidir con los antiguos en que la felicidad no es más que una idea imaginaria. «Si se da el nombre de felicidad», dice el mismo Voltaire, «a algunos placeres momentáneos esparcidos en la vida, la hay en efecto; mas si por ella se entiende otra cosa, la felicidad no se ha hecho para este globo: buscadla en otra parte…» «Confiesa», añade, «con todo el linaje humano que hay mal sobre la tierra: confiesa que ningún filósofo ha podido explicar jamás el origen del mal: confiesa que Bayle con toda su dialéctica no ha hecho otra cosa que aprender a dudar, y que se combate a sí propio: confiesa que hay tantas imperfecciones en las luces del hombre como miseria en su vida… La revelación sola puede desatar este gran nudo que los filósofos han enredado: solo la esperanza de un desarrollo de nuestro ser en un nuevo orden de cosas, puede consolarnos en las desgracias presentes: la bondad de la Providencia es el único asilo a que puede recurrir el hombre en las tinieblas de su razón y en las calamidades de su naturaleza débil y mortal.»

Antes de Voltaire, a principios del siglo diez y ocho había Fontenelle hablado sobre la felicidad. Él también, como Bolingbroke y todos los deístas puros, no conoce otra cosa más que la naturaleza y su orden inmutable. Lo presente, he aquí su único horizonte: su filosofía está desnuda de lo puramente ideal: su arte de ser feliz consiste en sacar el partido mejor posible en medio de las innumerables calamidades que nos rodea. «Aprendamos,» dice, [20] «cuan peligroso es ser hombre, y contemos todas las desgracias de que estamos exentos por otros tantos peligros de que hemos escapado.» Establece preliminarmente que sus lecciones sólo pueden convenir a un pequeño número de almas escogidas. Sus lecciones (es menester confesarlo) son lecciones de egoísmo; pero no es esto lo que aquí nos importa. Lo que intentamos probar es que, limitando hasta el punto más mezquino la felicidad, todavía la conceptúa casi imposible y denegada a casi la totalidad del género humano. «El estado,» continúa, «es lo que constituye la felicidad; pero esto es demasiado triste. Una infinidad de hombres se hallan en estados que con razón detestan; y un número casi igual son incapaces de contentarse con ningún estado. Helos aquí pues a casi todos excluidos de la felicidad, y sin quedarles otro recurso que el de los mezquinos placeres, es decir, el que ofrecerles pudieran algunos relámpagos de alegría sobre un fondo de continua amargura. Los hombres sin embargo en estos fugaces momentos se rehacen para sufrir. El que quisiere fijar su estado, no por miedo de estar peor, sino porque se hallase en él gustoso, merecería ciertamente el nombre de feliz: su inmovilidad haría su ventura. Pero semejante hombre no se ha dejado ver en ningún lugar de la tierra.»

Si un filósofo tan árido como Fontenelle juzga tan difícil la felicidad, y tan problemática su existencia, ¿deberán sorprendernos los gritos de desesperación que hombres más apasionados que él y menos afortunados dotados para la felicidad negativa con que él se contentaba, han lanzado en estos siglos últimos, desde que apartaron sus ojos del cristianismo que les señalaba el porvenir en el cielo? ¿Será extraño que, en un tiempo en que la impiedad ha disminuido la creencia consoladora de la felicidad eterna, y cuando son tantos los que se encuentran sin esperanza de otra vida, en esta tierra en que tan difícilmente germina la felicidad, hayan resonado todas esas lamentaciones en nuestro oído como cantos del infierno? Los dolores que Byron y tantos otros nos han revelado, estaban implícitamente contenidos en la confesión de Fontenelle y de Voltaire. Era evidente que, siendo tan triste la realidad, y habiéndonos dejado la naturaleza a merced de tantos males, una vez que no creyésemos más que en la realidad presente y en la naturaleza, tocaríamos el extremo de la desesperación.

Confesemos francamente que la felicidad nos es denegada en nuestra vida actual. ¿Y podríamos hallarla en esta vida, y, como se dice, sobre esta tierra en que habita con nosotros el dolor y la muerte? Siendo perecedero todo cuanto amamos, por nuestro amor nos vemos expuestos a sufrir continuamente. Sería pues necesario no amar nada para no sufrir. Pero no amar nada es la muerte de nuestra alma, la muerte más espantosa, la verdadera muerte. Se pues que salgamos de nosotros mismos para adherirnos a algún objeto exterior, sea que nos desprensamos de todos los objetos que el mundo nos ofrece para excitar nuestro amor, estamos ciertos de sufrir. Pero no solamente sufrimos por que todos los objetos del mundo son mudables y perecederos: sufrimos porque ellos son tan miserablemente imperfectos que no podrían satisfacer nuestra sed de felicidad. Y no es su fragilidad sola y su imperfección las que causan nuestro martirio: el mismo gusano que los devora, nos devora a nosotros: sufrimos porque nosotros mismos somos horriblemente imperfectos, porque todo en nosotros es instable y perecedero. Las olas de nuestras pasiones en el momento en que nos sostienen y elevan se desvanecen, y, después de despedazarnos, nos abandonan sobre los escollos. El alma, cuando consigue la ventura que con más ardor ha deseado, se melancoliza y aún llena de horror al tocar su insuficiencia. Nuestro corazón es semejante al tonel de las Danaides, que nada podía llenarle.

En nosotros, en torno nuestro, todo es combate, todo es lucha. Si consideramos el mundo, todo en él lo vemos en guerra: las especies se devoran, los elementos luchan entre sí, la sociedad humana es por muchos conceptos una guerra y una lucha continua. ¡Cuántos filósofos han hallado que el más cruel enemigo del hombre es el hombre mismo! homo homini lupus.

El mundo que habitamos no es formado más que de ruinas, y sin destruir no podemos dar en él un solo paso. Conceptuémosle en el tiempo o en el espacio, bajo ambas dimensiones es un conjunto de mal, de destrucción y de carnicería, tan bien tejido y tan completo como aquel cuadro de Salvátor en que todo mata y es muerto a un tiempo mismo, en que hombres, caballos, y hasta un ave que vuela sobre el campo de batalla (que situó en una barranca profunda), todo es herido, todo muere bajo un cielo pálido, mientras que el sol se apaga tristemente en el horizonte. Admirable cuadro, sublime expresión de la melancolía que el mal moral y el mal físico, derramados en el mundo, pueden lanzar en nuestra alma.

San Pablo, el gran teólogo, el gran filósofo, ha resumido en una palabra este dolor universal de la naturaleza cuando dijo: omnis creatura ingemiscit.

La teología cristiana no es la única que ha justificado este gemido de toda criatura. Todas las antiguas religiones han tenido fábulas mitológicas para expresar esta idea; y acabamos de ver que los siglos llamados de luces y de filosofía, los siglos de incredulidad y de romanticismo, dan igualmente testimonio de lo vana y fútil que es en la tierra la palabra felicidad. Parecía que el desprecio que hacen del cielo los incrédulos, debiera haber cedido en provecho de la felicidad terrestre. Para destronar las antiguas religiones era necesario exaltar la materialidad a expensas del espiritualismo: puesto que no se poseía más que la tierra, era preciso gozar de la tierra: no creyéndose más que en lo presente, claro es que se debía aprovecharlo. Aquellos hombres, en la persuasión de que es un hallazgo la vida, según el sabio Fontenelle, debieron recibirle gustosos, y no ser muy exigentes con respecto a la naturaleza, aquella madre ciega que en su sentir reemplazaba a la Providencia. Por esta razón procuraron presentar lo menos posible el flanco a la fortuna: concentraron su atención y reunieron toda su prudencia sobre sí mismos: hicieron consistir el esfuerzo del talento en ser egoístas con arte (a esto se daba el nombre de sabiduría, de razón, de filosofía); y al cabo se vieron forzados a confesar que la dicha no se había hecho para el hombre”.

martes, 2 de febrero de 2010